viernes, 16 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad

Este cuento ha sido un regalo de mi amigo David Tortosa, poeta y escritor. Espero que os guste.

 

Cuento de Navidad 

David Tortosa

  Esto es que eso era un duendecillo simpático y juguetón que vivía dentro de una bola de nieve. Pero no una de esas bolas de nieve frías y apretadas que fabrican los niños como proyectiles, para ser lanzadas unos contra otros los días especiales de invierno en que nieva y no hay colegio. Esos días en que todo se torna de una blancura impoluta, como la inocencia de un niño. No, el hogar de este duendecillo tan particular era una bola de nieve con palacio interior y que, al ser agitada por algún curioso y melancólico humano, todo perdía su centro y volaba en un divertido juego.  En ese estado de ingravidez nuestro duendecillo, lejos de marearse, reía entusiasmado, porque le embargaba una sensación de vértigo y sabía que cuando todo tornara a la calma podría asomarse a cualquier ventana para ver nevar purpurina plateada en su fantástico universo interior. Un arbolito y un reno acompañaban el paisaje en una perfección inimaginable.
  Pero no todo era maravilloso en este idílico mundo donde el duendecillo habitaba, también le sobrecogía una preocupación inevitable. Esta bola de nieve, su hogar, iba a ser destruida la mañana siguiente. Como todas las de su clase era un juguete en peligro de extinción. Escaseaban cada vez más y estaban abocadas a la desaparición. Alguien había decidido que se trataba de un objeto inútil y, como los televisores de última generación se fabricaban con pantalla plana, ya no tenía ningún sentido seguir fabricándolas. Además el duende sabía que la gente era cada vez menos romántica y no se permitían detalles de corazón por el simple placer de regalar objetos sentimentales.
  Comprenderéis ahora por qué nuestro amiguito estaba tan preocupado, tendría que buscarse un nuevo lugar donde vivir. Pero sentía miedo, porque nunca antes había abandonado su bola de nieve, nunca antes había tenido esa necesidad.

  Las luces de la tienda se apagaron dejando todo en penumbra. Una sombra pasó y se perdió tras la puerta. Nuestro duendecillo quedó solo y desamparado, puesto que esa sería su última noche dentro de la bola de nieve. Le aterraba salir, enfrentarse a un mundo para él desconocido. Pero no existía otra opción, debía armarse de valor y abandonar su paraíso de ensueño. Por suerte para él era un duende y la oscuridad no suponía ningún contratiempo.

  Cada vez que un niño o una niña cree en la fantasía de la imaginación un duende se materializa en la Tierra. Hasta ese momento viven en un plano paralelo de la realidad preparándose para hacerse visibles en este. Cuando esto ocurre, cada duende recibe junto con su diploma de graduación un maletín mágico donde se puede hallar prácticamente cualquier cosa. Así el duendecillo se liberó de sus miedos y buscó dentro de su maletín el objeto idóneo que precisaba, unas gafas de visión nocturna. También halló un cincel con el que forzar la apertura hacia el nuevo mundo, un taponcillo de goma redondeado, que se encontraba en el sótano de su palacio. No le resultó demasiado difícil arrancarlo. Lo que sí le resultaba realmente complejo era reunir el valor suficiente para saltar dentro de aquel agujero que se abría a sus pies.
  Cerró los ojos, se tapó la nariz con dos dedos y acuclillado para tomar impulso se dejó llevar. Saltó al vacío desconocido. Varios segundos de caída libre y su cuerpecillo dio a parar con una superficie mullida, como aborregada. Abrió los ojos no sin temor. Las gafas mágicas le daban una tonalidad verdosa a todo cuanto le rodeaba y no veía más allá de una extensión de nubes de algodón verde y acogedora. Decidió quedarse dormido allí mismo, arropado por la calidez de aquella cuna.

  Lo despertó el ruido de una persiana al abrirse. Una inmensidad de luz solar inundó toda la tienda como una explosión de energía dorada. Quedó deslumbrado por unos instantes hasta que sus ojos, libres ya de las gafas, se acostumbraron a la luminosidad y colorido de la estancia, amplía y repleta de objetos sorprendentes. Todo cobró un color real, vivo. Descubrió así que el lugar donde había pasado la noche resultaba ser una oveja de peluche gigante, en comparación con su reducido tamaño. Alzó la mirada para descubrir un bosque de lapiceros de colores dándole la bienvenida. El cuadro colgaba de una pared. Observó a lo lejos, hacia la entrada del recinto. Maravilló su vista con una obra de arte sin comparación con ninguna otra. Un bosque, otro bosque, pero esta vez natural, de vivas ramificaciones en continuo avance y decorado con guirnaldas y estrellas, platas y oros brillantes colgaban de las ramas, mantos de láminas azules y rojas dispuestas como raíces. Un entrañable escaparate navideño que transmitía una paz risueña. Los días de esperanza y armonía, de amoroso fervor por compartir con bondad los preciados bienes que todos poseemos habían llegado. El duendecillo suspiraba mientras se frotaba los ojos al divisar tanta belleza a su alrededor. Quiso observarla más de cerca y con un gran impulso de sus piernas voló por la estancia para aterrizar en una descomunal mesa repleta de catálogos y revistas de artículos de regalo. Descubrió un misterioso y enorme rectángulo negro ante sí, sin utilidad aparente, al igual que un extraño mar de teclas rígidas que se hundían al pisarlas. Lo que parecía un hipopótamo inmóvil yacía a su lado con una cola interminable. Sintió un escalofrío, tomó de nuevo impulso y dio otro brinco. Estuvo a nada de caer dentro de un vaso de agua abandonado en otra mesa cercana. Resopló de alivio. Al instante quedó maravillado al dirigir su mirada hacia la pared y contemplar, allí colgado, un increíble lienzo colorista y sublime que le recordaba a su anterior vida, al onírico mundo del que provenía, antes de volverse visible para los humanos. Un mundo fantástico y naturista, indudablemente creado por la mano de un hada. Un auténtico Granado.
  Absortamente abstraído en la percepción de aquella preciosa demostración de la naturaleza hecha arte no reparó siquiera en la aparición de una princesa; una niña, hija de la dueña de la tienda, de amplía sonrisa y cabello rizado,  que entró vigorosa y alegre provocando un verdadero alboroto a su alrededor. Los tacones de sus botines fucsia escampaban un estruendo con cada paso. Lanzó a una mesa, por los aires, su bufanda rosa y siguió hasta la oficina donde se encontraba su madre. De no ser por un sentido superdesarrolado –los duendes poseen decenas de sentidos- y aunque se encontraba distraído admirando la pintura, pudo reaccionar saltando a un lado para no ser aplastado por la pesada tela de la bufanda que volaba hacia su posición. Este nuevo mundo estaba plagado de sorpresas.


  -María, tienes que ayudarme un momento. – Dijo la madre mientras se levantaba y se dirigía a la tienda. 
  -Mamá, yo quiero jugar con los globos. – Replicaba la niña. 
  -Cuando hagas lo que te voy a pedir podrás jugar.  Necesito que recojas todos los objetos que hay en esta estantería y los metas en esa bolsa de ahí. – Señalando a una bolsa plateada que había en una silla. 
  -Pero yo quiero jugar con los globos. – Protestaba ahora refunfuñando la pequeña y golpeando el suelo con los tacones de sus botines. – Además, ¿para qué sirve eso?
  -Es para ayudar a mamá a reciclar, estos objetos están descatalogados y por tanto deben servir para fabricar otros nuevos. – Aclaró la madre. 

  La niña se dispuso a obedecer no sin desgana. Su rostro ofrecía muestras de su poco entusiasmo con la tarea solicitada. Empezó a colocar los objetos dentro de la bolsa, como le habían ordenado. Sobre la estantería se arremolinaban objetos de la más diversa índole: una linterna-ventilador, un portavelas en forma de barco, unos anteojos amarillos... y entre ellos se hallaba la bola de nieve de nuestro duendecillo. Al llegar a esta, la niña quedó embobada. Se le dibujó una sonrisa en el rostro y empezó a jugar con la bola agitándola y luego viendo caer la nieve. Dejó escapar una risa despreocupada.
   -Mamá, esto me gusta, ¿me lo puedo llevar a casa? – Preguntó la niña entusiasmada. 
   -Claro hija, puedes coger lo que quieras. – Confirmó la madre.

  Dejando la tarea que estaba realizando, María se acercó hacia la mesa donde nuestro amiguito había asistido a toda la escena y posó sobre la misma la bola de nieve, al lado de su bufanda para no olvidarse de cogerla cuando se fueran. El duende pudo admirar de cerca de la niñita. Era preciosa, dulce como un amanecer en la costa. Al instante quedó hechizado por su gracia natural y su vitalidad. Comprendió en seguida que el destino había obrado en su favor para no tener que abandonar su bola de nieve y así poder permanecer en su hogar y al lado de aquella hermosa chiquilla. Alegre por volver a su palacio dio un salto hasta alcanzar la trampilla de acceso al interior de la bola y pronto estuvo apaciblemente acomodado de nuevo, mirando por una ventana al reno y al árbol y deseando ver pronto nevar dentro de aquella mágica esfera.

                                                                           FIN


  Dedicado a Chelo y María.



Gràcies David. 

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